La sopa de queso



Por: ALM


Salía apurado cerca de las 14:00 a ver si alcanzaba un almuerzo donde la doña que me lo vende a 1,70 dólar. Al llegar, un baldazo de agua fría…

Hoy: Sopa de Queso y (…) La pizarra acrílica denotaba una macha cuasi borrada con la mano. Era obvio que el otro platillo se había acabado, y como premio consuelo tenía ante un incipiente sudado de leche cuajada. ¡Tragedia nacional para mis células! Miré la hora, mire el bolsillo, y con resignación pedí el potaje.

Mientras el hambre devoraba con inercia absoluta el caldo, la noticia sobre el lío de la elección de la Corte Nacional de Justicia salía en televisión. La información me agrió el espíritu y la sopa me agriaba el estómago, y por espacio de un segundo, en el fondo de esa mixtura de papa y fideos dos realidades totalmente dispares parecieron tener relación.

Mi amor-odio por este plato típico inició unos 15 años atrás. Mi madre trabajaba (aún lo hace) como profesora en la escuela donde yo estudié: la Jaime Nebot Saadi (sí, aún considero que fue algún karma que me tocaba pagar). Al llegar a casa los dos, extenuados y llenos de sol. Mi esforzada progenitora hacía en cuestión de minutos lo más práctico, sencillo y nutritivo a la mano: la sopa de queso.

Al principio me gustaba, lo admito. Era feliz viendo Los Picapiedra con cuatro tiras de fideo en la boca. Bueno a esa edad, comer era lo de menos, lo crucial era divertirse. Pero pasaron los, días, semanas, meses. Y la cosa se puso canzona. La bendita sopa era unas cuatro veces por semana, y tanto va el agua al cántaro…

Mi madre comenzó a notar mi hastío por el brebaje que decidió hacer unos cambios en el menú. Me explico mejor, era la misma sopa, pero con algunos agregados. Así me tuve que acostumbrar a mezclas con huevo, pan, orégano, cebolla perla, en fin. . . . seguía siendo la misma pócima, seguía teniendo el mismo sabor.

Pasó esa etapa de mi vida y me prometí nunca más tomar una sopa de queso. Y lo cumplí hasta aquel día. Aquel día que sin querer queriendo encontré entre esa agua amarilla con papas una analogía interesante de mi pasión: la política.

La historia es parecida. Fuera de la Jaime Nebot (como dato les doy que antes se llamaba Monseñor Leonidas Proaño… ja ja, ironías…) En el colegio comencé a involucrarme en la política. Era mi receta diaria. Accionaba, criticaba, participaba, era parte de mi vida.

En la universidad, con un criterio ideológico más zurdo, continué con mi adicción. Pero pasaban los días, las semanas, los meses, y la cosa se puso canzona. Años de fe en la materia que cada vez era más elitista, más corrupta, más sucia. Veía noticias de fraude y amarres bajo la mesa unas cuatro veces por semana y tanto va el agua al cántaro…

En busca de respuestas comencé entonces a revisar las historias de los partidos políticos. Mala idea. Una amalgama de colores, logos, liderzuelos, promesas cumplidas, camisetazos, más amarres, que derecha, centro, (dizque) izquierda, en fin… la política para mí seguía siendo la misma pócima, seguía teniendo el mismo agrio sabor.

Pasó mi época universitaria y decepcionado, prometí nunca más estar en política. Y me metí de lleno a periodista. De Guatemala…Uhm! Esa historia no entra en esta rebelación.Y lo cumplí hasta aquel día. Aquel día en que me di cuenta que así como la sopa de queso, no me podía esconder de ella, me la toparía en algún lugar y volvería a intentarlo una vez más… ya que era parte de mi vida.
Tanto la sopa de queso como la política, son mis males necesarios….

Terminé el plato y se acabó el noticiero. Agradecí a la doña por ese potaje de verdad…

Hay cosas que nunca se pueden dejar, son como una adicción.

¡Puta!, no me tomé el jugo.


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