Bill Gates, magnate de las computadoras, presentó hace poco su Windows 7. Una vez más, el hombre más rico del planeta le entregó al mundo una pizca más para exaltar con orgullo la capacidad de innovar y progreso de la raza humana. Como una rueda cíclica que nunca para, el ser humano ensancha su pecho ante la maravilla de la producción científica que queda obsoleta en un abrir y cerrar de párpados, pero que se convierte en una muestra palpable de cuán avanzados estamos en la evolución de especies.
No obstante, toda esta carrera tecnológica a la cual estamos adaptados, increíblemente, pasa desapercibida para las ¾ del planeta. ¿La razón? Simple. Estos beneficios solo estarán al alcance de un minúsculo grupo de privilegiados.
Aquí es cuando usted estimado lector puede cuestiona mi concepto. En el apogeo del desarrollo industrial de nuestra raza, durante la época en que más rápido la sociedad ha alcanzado resultados sorprendentes en el manejo de la materia ¿no todos tienen la oportunidad de aprovecharla? ¿Son creaciones mundiales para grupos focales? ¿Por qué se habla entonces de un planeta que avanza, cuando son contados los que lo hacen?
La culpa está en nuestra premisa de vida. Bajo la sagrada creencia de la supervivencia del más apto, y con la colaboración de la oferta, la demanda y la sobrevalorada competitividad, está maravillosa tecnología solo servirá para los más capaces, los que se esforzaron, los que la sudaron, entiéndase en nuestra época, los que miden su éxito en la diferenciación social y los números en las cuentas del banco.
Y es que para la gran mayoría de humanos los avances científicos pasan desapercibidos, naufragan ante el instinto natural de sobrevivir y la preocupación constante de saber si habrá pan mañana en la mesa. La burbuja tecnológica es más pequeña de lo que se cree ante las carencias básicas que sufren los que tratan de sonreír con dos dólares diarios, en cada ciudad, en cada país, y en todo el mundo.
Mundo que fue concebido con los suficientes nutrientes para que nadie muera de hambre, que entrega sin factura toda la materia prima para nuestra amada tecnología, que proporciona oportunidad para cada ser pero que sin embargo, ha sido esclavizado por el grupo de los aptos, fuertes y competitivos, como una propiedad privada.
Se ha implantado en nuestro cerebro, como virus en el disco duro, que el don de vivir no es suficiente para estar vivo. Se necesita un esfuerzo superior, magnánimo, el deseo del éxito y el poder, para merecer poblar la tierra. Este razonamiento puede expresarse en términos matemáticos: nuestra capacidad de crear es inversamente proporcional a nuestra capacidad de amar. Hace siglos, el hombre olvidó que todos somos uno, y que de la unidad proviene el bienestar común. El esfuerzo de individualizar todo, sigue siendo un instinto muy primitivo de la sociedad.
Si esta realidad es un poco difícil de dirigir para nosotros los tecnoadictos, tengo la buena noticia que el genio de la computación se la planteó hace algún tiempo. Bill Gates, ahora, hace un esfuerzo para que la brecha entre seres de la misma especie sea cada vez menor, pero no es un nuevo software, sino a través de una fundación para los más desfavorecidos, quienes en su vida utilizaron alguno de sus inventos.
¿Será que además de comprar su último producto, imitamos su proceder?
Los retratos de 1845
Hace 6 días
2 comentarios:
Felicitaciones por tan buen articulo, muy bien pensado
Gracias Jaqueline, un abrazo a la distancia.
Publicar un comentario